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                                                   Un cuento para Elmer


                                                    por Sonia Castaño



¡Hola, soy Elmer!
El pelotilla que más millas quema en la carretera.
¡Nadie puede conmigo!


Jamás olvidaré la sonrisa de Don Federico cuando me presentaron frente a sus ojos en  Alcázar de San Juan. Es tan agradable hacer feliz a alguien y ser tan deseado. Don Federico, un maestro de escuela, estuvo ahorrando mucho tiempo para poder comprarme. Era 1967, las cosas no habían sido fáciles, ya se sabe que los malos tiempos de la dictadura y su represión no eran buenos para nadie. Pasaron al menos seis meses hasta que le avisaron que yo estaba disponible. Bueno, solo tenía una pega, nací de color beige, y al parecer Don Federico quería un color diferente. Pero tuve suerte porque nada más verme, sin dudarlo, aceptó llevarme con él para hacerme su amigo inseparable. A todas horas estaba dispuesto a quitar con un trapo cualquier mancha que pudiera marchitar mi presencia. Parecía siempre recién salido de la fábrica. Recuerdo su orgullosa sonrisa mientras paseábamos por Tomelloso y sus alrededores. Todo el mundo me miraba y comentaba mi lustroso aspecto. <<¡Por ahí va Don Federico en su 600! ¡Hay que ver cómo brilla, parece recién comprado!>>decían al vernos pasar.

Los 600 siempre hemos caído bien a la gente, en especial a los niños, que parecen  mirarnos con el deseo de alcanzar un juguete redondito, pequeño y divertido que puede ocupar la palma de una mano.

Sin embargo, a quien no parecía caer muy bien era a Doña Laura, la mujer de Don Federico, porque siempre al ver las atenciones que recibía cuando estábamos juntos, decía con sorna: ¡Mira,  ya está con el hijo tonto! Bueno, lo de tonto no me gustaba, pero lo de hijo me agradaba un montón. Me encantaba sentirme tan mimado por Don Federico como si fuera un hijo propio. A fin de cuentas fui el primer y único coche que tuvo.

La verdad es que en todos estos años mis dueños me han querido mucho y hemos sido inseparables.
¿Dueños, os preguntaréis? Pues sí, porque años después tuve un segundo dueño también inseparable y cariñoso. Alberto, su nieto, al que prometió regalarme cuando fuera mayor de edad.

Tampoco jamás olvidaré aquel día en que desde mi retrovisor izquierdo, vi a lo lejos como se acercaba Don Federico de la mano de un pequeño de apenas seis años. Todavía hacía frío en ese mes de febrero. Un pequeño abrigo de lana, estampado con cuadritos negros y grises, cubría su pequeña estatura. Apenas alcanzaba la altura del suelo a la ventanilla. Cuando llegaron junto a mí, pude ver de cerca su rostro. Tenía la mirada centelleante y su pequeña sonrisa inteligente me hacía saber cuanto le había gustado conocerme. Recuerdo que su abuelo le hizo posar junto a mí para inmortalizar con una foto aquel encuentro.

Me gustaba ir con Don Federico a recoger a su nieto los domingos, para salir todos juntos a comprar pasteles a Argamasilla. Alberto, como era tan pequeño por el camino se quejaba porque no veía la perspectiva que se dibujaba en lontananza. Aunque le entretenía ver las maniobras de su abuelo al volante y el movimiento de su mano al cambiar las marchas en el embrague, se aburría mucho. Por eso, pedía a su abuelo que se metiera por caminos donde hubiera árboles y ver intercalarse las nubes por el cielo. Después del viaje a comprar los pastelillos  solían aparcarme en un buen sitio para lavarme y lustrar mis cromados. Me encantaba escuchar sus pequeñas conversaciones. Sí, abuelo y nieto hacían un buen equipo.

Pronto pasaron los años y tras cumplir los dieciocho Alberto me heredó. Desde ese momento, pasamos a ser uña y carne. Aunque yo ya estaba un poco viejo y ya no estaba de moda en ese tiempo, Alberto me llevaba a todas partes presumiendo de mi particularidad.

Fue entonces cuando su amiga Chispas y él me pusieron de nombre Elmer. Fue una idea a partir de una película de Buster Keaton, uno de  los actores favoritos de Alberto. Porque a Alberto le gusta mucho el cine y sobre todo la música. Hicimos miles de km acompañados de buena música y de su inseparable guitarra.

Nos gustaba emular las locuras de Jake y Elwood Blues en Chicago, mientras cantábamos “Gimme some lovin” o alguna otra canción de los  Blues Brothers. Incluso alguna  vez tras un pique con un taxista o un conductor patoso tuvimos que salir pitando para evitar males mayores y decíamos “Que nuestra señora de la bendita aceleración no nos falle ahora”.

Sí, sobre todo mucha medicina blues, que es lo que, como buen bluesman le gusta más a Alberto. Durante unos años tocó en un grupo y hasta me hicieron una canción “Elmer, el pelotilla”. Cuando la escuché me daban ganas de hacer giros y giros de alegría. ¡Qué buena! ¡Tuvo bastante éxito!

Como Alberto es muy inquieto y valiente, un día decidió marcharse a Londres para cambiar de aires. No dudó en llevarme con él. Así que tiramos millas lanzándonos a la aventura, sin miedo, con una gran maleta llena de ilusiones. Conoceríamos nuevas gentes, dejando a un lado por un tiempo las aplastantes tierras españolas, que eran como un árido desierto sin oportunidades.

¡Buff! ¡Qué días aquéllos! Recuerdo la sensación de novedad en mis ruedas sobre el asfalto inglés  y los nervios de no saber donde estaba cada vez que arrancaba mi motor. Me daba mucha risa ver a mis colegas con el volante a la derecha ¡Vaya lío!.

En Londres recuperé la mirada de asombro y curiosidad de la gente. Les resultaba muy exótico y todo el mundo me miraba con fascinación. Por entonces había estrenado nuevo color, el malva, que me daba un toque hippie chic  muy divertido y agradable. Sobre todo para las chicas. No es por nada, pero conseguí muchos ligues a Alberto, con la excusa de una conversación, sobre mi origen.  Ejem, ejem, más de una vez tuve que hacerme el dormido para no ser indiscreto.

No creáis, yo también hice mis amistades. Recuerdo al simpático Vauxhall Record blanco y al cascarrabias del Kadett con los que compartía acera frente a la casa de Alberto, cuando descansábamos.

El Record y yo nos mondábamos cada vez que veíamos acercarse a los dueños del Kadett, una pareja que siempre estaba discutiendo al más puro estilo de los Roper. La mujer era clavada a Mildred pero en pelirrojo. Y no me olvido del taxi, que siempre que llegaba tras una larga jornada de trabajo, hablaba un rato conmigo. Un día me comentó que me tenía un poco de envidia porque yo no tenía que hacer rutas, ni tenía responsabilidades como él. Se sentía como un burro de carga. Pobrecillo.

Muchas aventuras nos pasaron en ese tiempo. Cuando paseábamos por la ciudad era divertido parar en seco para dejar pasar a un tropel de colegialas adolescentes con uniforme recién salidas del instituto. Nos reíamos imaginándolas corriendo como locas detrás de The Beatles, mientras sonaba en mi radio cassette A hard Day's Night:

It´s been a hard day´s night
And I´ve been working like a dog
It´s been a hard day´s night
I should be sleeping like a log...

Cómo nos gustaba hacer viajes escuchándolos. Recuerdo el día que fuimos hasta Abbey Road y paramos un segundo en el famoso paso de cebra. Imaginé como desfilaban delante de mí Paul, John, George y Ringo. Por un momento soñé que John se giraba y me guiñaba un ojo! ¡Qué divertido!

Lo malo es que el clima húmedo de las tierras inglesas deterioró mucho mi chasis. De modo que a mi vuelta a España estaba muy perjudicado.

Aún así, Alberto nunca me abandonó. Es más, ahora estoy recuperándome en un taller, donde me han desmontado y están curando cada una de mis piezas. La verdad es que me están dejando como nuevo.

Estreno color para esta nueva etapa de mi vida, el azul. Un azul optimista, lleno de vitalidad y energía.

Dentro de poco volveré a llevar a Alberto donde le apetezca ¡Otra vez juntos en la carretera!

Y además todos los días descansaré en un garaje.

Porque recordad:

¡Soy Elmer, el pelotilla que más millas quema en la carretera! ¡Nadie puede conmigo!






 

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